Si nos viéramos obligados a admitir que el barrendero es un phtiriud del caballo, replicaríamos en seguida que entonces el cuidador de autos es un hongo de la carrocería.
El plumero y la gamuza reemplazan a la pala y el cepillo. La vigilancia de los coches tiene un acentuado carácter de trabajo casero realizado al aire libre, y es de imaginar la perplejidad de este portero de casitas de juguete a quién se le van los inquilinos dentro. Pero en resumen, lo que les importa a los cuidadores de coches es el espacio y no el cuerpo que lo ocupa. Él tiene dividido in mente el vacío de lo que dispone, de modo que cuando los autos van llegando trata de colocarlos en las casillas de la cabeza. Nada tiene esto que ver con la ciudad o con el tránsito; precisamente él es el guardián de un garaje sin puertas ni paredes ni techos, situado en una zona neutral. Lo que alquila el cuidador es un trozo de pavimento con su caja de nada correspondiente y que pertenece al municipio. A eso vino a quedar reducida la enfiteusis de Rivadavia. En el momento de arribar el coche comienzan sus funciones, consistentes en indicar por señales, ademanes y viajes que parecen actuar directamente sobre el volante y el acelerador, según la acción a distancia de los hipnotizadores. El conductor está durante esos instantes a sus órdenes, sea gerente de Banco, de casa cerealista o magistrado. Utilizo un código de señales que tampoco existe y que es interpretado de inmediato automáticamente por el conductor, que mirándolo a él ve como en un espejo lo que tiene detrás y a los costados. Acciona en n automóvil imaginario que maneja con cuerpo, los brazos, las manos, la fisonomía, con un enorme volante al que para virar le da vueltas como manivela de un organillo. Un loco, por ejemplo, reproducirá esos ademanes y mímicas si tuviera que obligar a un automóvil a meterse en su lugar sin hablarle. Y si el mismo cuidador, con un delantal de dril celestial, sus mangas blancas, su plumero y su gamuza se pusieran a trabajar antes de llegar los automóviles, sería tomado como loco; igual cosa le ocurriría al violinista que se ejercitara sin arco ni violín; o la tejedora sin hilo n agujas. Lo que quiere decir que el loco es aquel ejecutante a quien le falta el instrumento que debería colocarse entre sus gestos y algo que quiere caber funcionar. Las gesticulaciones y señas del conductor no van, en realidad, dirigidas al que maneja, sino al cuerpo externo del automóvil, sin que le interese tampoco lo que ocurre en el interior de la carrocería. Para él el automóvil es en primer término los guardabarros y su maestría está en que se ciña bien al agujero que él tiene de antemano de sus ideas. Su mortificación del ómnibus que sólo le dejan al vecino un rincón mayor es que entre al sesgo, como esos pasajeros de forma irregular para que apoye un ilíaco. El cuidador ama la rectitud y la equidad. Cuando tiene una fila completa de automóviles bien alineados pasea frente a ellos con el orgullo de un teniente de caballería que apenas ve la luz entre un estribo de otro. La mirada del cuidador calcula del buen orden de su tropa por los estribos. También se ufana cuando pasa por detrás de los conches y los ve que apoyan las dos cubiertas en el cordón de la acera, ni mucho ni poco, así como el cordón le sirviera de calce. Una fila despareja, con coches mal puestos (como suele verse los lunes por la mañana), con desperdicios triangulares de espacio entre ellos, con ruedas delanteras torcidas como para salir atropellando al vecino, echa sobre el cuidador un baldón que tiene que herirlo por poco pundonoroso que sea. La inhabilidad del conductor recae sobre el decoro y la responsabilidad profesionales del cuidador, que está ahí, precisamente, para que se cumplan las leyes del racional parcelamiento del espacio, que es uno de los preceptos del decálogo de estos póstumos practicantes de la enfiteusis.
Ezequiel Martínez Estrada, La cabeza de Goliat, “cuidadores de coches”, C.E.D.A.L, 1968, BS AS.
El plumero y la gamuza reemplazan a la pala y el cepillo. La vigilancia de los coches tiene un acentuado carácter de trabajo casero realizado al aire libre, y es de imaginar la perplejidad de este portero de casitas de juguete a quién se le van los inquilinos dentro. Pero en resumen, lo que les importa a los cuidadores de coches es el espacio y no el cuerpo que lo ocupa. Él tiene dividido in mente el vacío de lo que dispone, de modo que cuando los autos van llegando trata de colocarlos en las casillas de la cabeza. Nada tiene esto que ver con la ciudad o con el tránsito; precisamente él es el guardián de un garaje sin puertas ni paredes ni techos, situado en una zona neutral. Lo que alquila el cuidador es un trozo de pavimento con su caja de nada correspondiente y que pertenece al municipio. A eso vino a quedar reducida la enfiteusis de Rivadavia. En el momento de arribar el coche comienzan sus funciones, consistentes en indicar por señales, ademanes y viajes que parecen actuar directamente sobre el volante y el acelerador, según la acción a distancia de los hipnotizadores. El conductor está durante esos instantes a sus órdenes, sea gerente de Banco, de casa cerealista o magistrado. Utilizo un código de señales que tampoco existe y que es interpretado de inmediato automáticamente por el conductor, que mirándolo a él ve como en un espejo lo que tiene detrás y a los costados. Acciona en n automóvil imaginario que maneja con cuerpo, los brazos, las manos, la fisonomía, con un enorme volante al que para virar le da vueltas como manivela de un organillo. Un loco, por ejemplo, reproducirá esos ademanes y mímicas si tuviera que obligar a un automóvil a meterse en su lugar sin hablarle. Y si el mismo cuidador, con un delantal de dril celestial, sus mangas blancas, su plumero y su gamuza se pusieran a trabajar antes de llegar los automóviles, sería tomado como loco; igual cosa le ocurriría al violinista que se ejercitara sin arco ni violín; o la tejedora sin hilo n agujas. Lo que quiere decir que el loco es aquel ejecutante a quien le falta el instrumento que debería colocarse entre sus gestos y algo que quiere caber funcionar. Las gesticulaciones y señas del conductor no van, en realidad, dirigidas al que maneja, sino al cuerpo externo del automóvil, sin que le interese tampoco lo que ocurre en el interior de la carrocería. Para él el automóvil es en primer término los guardabarros y su maestría está en que se ciña bien al agujero que él tiene de antemano de sus ideas. Su mortificación del ómnibus que sólo le dejan al vecino un rincón mayor es que entre al sesgo, como esos pasajeros de forma irregular para que apoye un ilíaco. El cuidador ama la rectitud y la equidad. Cuando tiene una fila completa de automóviles bien alineados pasea frente a ellos con el orgullo de un teniente de caballería que apenas ve la luz entre un estribo de otro. La mirada del cuidador calcula del buen orden de su tropa por los estribos. También se ufana cuando pasa por detrás de los conches y los ve que apoyan las dos cubiertas en el cordón de la acera, ni mucho ni poco, así como el cordón le sirviera de calce. Una fila despareja, con coches mal puestos (como suele verse los lunes por la mañana), con desperdicios triangulares de espacio entre ellos, con ruedas delanteras torcidas como para salir atropellando al vecino, echa sobre el cuidador un baldón que tiene que herirlo por poco pundonoroso que sea. La inhabilidad del conductor recae sobre el decoro y la responsabilidad profesionales del cuidador, que está ahí, precisamente, para que se cumplan las leyes del racional parcelamiento del espacio, que es uno de los preceptos del decálogo de estos póstumos practicantes de la enfiteusis.
Ezequiel Martínez Estrada, La cabeza de Goliat, “cuidadores de coches”, C.E.D.A.L, 1968, BS AS.
1 comentario:
El código contravencional es anticonstitucional y punto.
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