¿Fue la del jueves a la madrugada una hora crepuscular?, ¿fue acaso el discurso entrecortado de Cobos, esos giros de incertidumbre y efectismo, ese deslizarse hacia la deslealtad afirmando la imagen de la honestidad, un punto de cierre de los años vividos desde la asunción de Néstor Kirchner en el ya lejano mayo de 2003? ¿Fue, tal vez, el punto culminante de la acción “destituyente” de la que tanto se ha hablado durante estos meses intensos y conflictivos? ¿Era ése el lugar y el momento de “la farsa” que se desprendió de uno de los discursos en los que Cristina citó a Marx? ¿Hay tragedia o sólo somos testigos, algo angustiados, de una farsa mayor en la historia atribulada de un país desmadrado? Largo, inacabable discurso de un hombre preparado para romper lealtades y acuerdos, para deshacer lo firmado sabiendo que desde hace mucho tiempo en Argentina la firma casi no vale nada, apenas si es un jeroglífico que a pocos interesa en un tiempo caracterizado por las piruetas, las metamorfosis, la autorreferencialidad, el cualunquismo discursivo y moral. Extraña parábola de la realidad que elige salir de un conflicto que atravesó las tramas del poder político y económico a través de una intervención absurda y farsesca en la hora en que los espectros eligen retirarse a sus aposentos.
¿Podía ser distinto el final del gran chantaje de los dueños de la tierra? ¿Era posible imaginar un escenario épico en el que una sociedad más democrática se mostrara a la altura de sus mejores horas? ¿Es acaso incongruente que la mayoría de la “opinión pública” expresara su ¡admiración! por el gesto “desprendido y patriótico” de Cobos? ¿Podía concluir de otro modo una historia narrada desde el inicio hasta su culminación por el relato monocorde de los grandes medios de comunicación? La farsa, la hipocresía, el “lenguaje del corazón”, el ocultamiento, el ideologismo transfigurado en imágenes cuya elocuencia se instaló en el sentido común de “la gente”, las travesías de una narración triunfante que llegó al puerto del que nunca tenía que haber partido el barco kirchnerista para decirnos, a viva voz, que no olvidemos que la historia ya concluyó.
Cobos fue, apenas, la farsa de una tragedia que sigue desmoronando cualquier intento por torcer el rumbo de lo inaugurado en los años brutales de la noche argentina, de esa que comenzó en un no tan lejano marzo de 1976 y que apenas si fue interrumpido en muy pocas ocasiones, la última de las cuales sigue siendo, aunque a muchos biempensantes no les guste, el gobierno dubitativo y tambaleante de Cristina. Contra esa anomalía de una historia cerrada es contra la que se desplegaron las furias campestres y mediáticas. Contra un giro inesperado e imposible, de esos que ya no podían tener lugar en el tiempo dominado por el mercado y las corporaciones, por la ideología del bolsillo y los ciudadanos-consumidores, por los lenguajes mediáticos entramados con los intereses de los poderosos de siempre y por los cultores “progresistas” de un republicanismo de pacotilla amparado por las estéticas de lo políticamente correcto en un tiempo atravesado por la invisibilización de la injusticia y la desigualdad; fue, a destiempo de todo esto, que se desplegó un azar difícil de clasificar, de un rumbo inesperado que nos confrontó con lo espectral de la Argentina, con el regreso de lo reprimido, con la vuelta y revuelta sobre lo que ya había sido cerrado desde la lógica del poder.
Años de regalo, donaciones de lo inimaginado en una época de clausuras políticas y de triunfantes resignaciones. Eso fue lo que nos hizo y nos seguirá haciendo salir de nuevo al espacio público, lo que despertó en nosotros la necesidad de colocarnos en lo visible de un regreso a la escena política para decir una palabra que saliera de lo testimonial, de los encriptamientos académico-intelectuales pero sin renunciar a las gramáticas de las que provenimos y que se entraman con una tradición crítico-emancipatoria. Sencillamente sentimos la indignación ante el regreso de lo peor que se guarda en el interior de nuestra sociedad; el regreso del viejo procesismo transfigurado en retóricas expropiadas a la memoria popular por aquellos que saltaron de vereda para colocarse de lleno en el lado de los poderosos de siempre. Indignación ante una ofensiva de una belicosidad impresionante amparada por la complicidad de los grandes medios de comunicación que jugaron el partido de la derecha no sólo como cobertura ideológica sino como apoyatura esencial a la hora de imponer relatos y construcciones de la realidad de acuerdo con las necesidades, en este caso, de la corporación agraria.
Indignación, también, frente a ciertas críticas por izquierda que siempre leen el acontecimiento desde el paradigma autojustificatorio de una revolución eternamente postergada; de una toma imposible del Palacio de Invierno que justifica ponerse del lado de lo peor de nuestra historia o simplemente colocarse en el espacio del progresismo autosuficiente que prefiere observar el drama de la historia desde una platea insustancial pero bien protegida de los huracanes y de las tormentas. De una izquierda paleolítica bañada, una y otra vez, en las aguas de la pureza mientras corre el velo a sus propias miserias; o de un mundo de seudoprogresistas que hace mucho tiempo prefieren balconear los acontecimientos desde un purismo legalista y republicano que finalmente los coloca del lado oscuro de la historia pero, eso sí, como si fueran los eternos portadores del bien. Clases medias indignadas ante la “soberbia” de Cristina que marchan gozosas hacia el Monumento de los Españoles en los que se entrecruzan todos los signos de un país abrumadoramente volcado a la derecha pero amparado en neoestéticas que entrelazan al antiguo izquierdista con el nuevo chacarero vestido a la moda; clases medias ansiosas de que retorne la calma porque tienen pavor de que los olvidados de la historia regresen a incomodar sus vidas aburguesadas.
Indignación ante un mundo simbólico que se despliega con todo su arsenal heredado del tiempo del “fin de la historia”; de un lenguaje que narra borrando e invisibilizando todo aquello que no tiene cabida en el tiempo de los consensos y de la llegada al puertomercado, verdadero fin de camino en el que nada debe perturbar la buena marcha de los negocios en un mundo sin pasiones ni sentidos; en un mundo capaz de naturalizar la injusticia y la desigualdad en nombre de un final anunciado de la historia que mientras existió siempre nos condenó a la violencia y al caos. Conciencias atravesadas de lado a lado por el reclamo del ciudadano-consumidor-telemático que se ofende ante el regreso de lo arcaico, de lo ya olvidado, de lo imposible de un tiempo que estaba bien guardado en el desván de la memoria y que, en el mejor de los casos, se había convertido en parte de la industria del espectáculo o en piezas de un museo temático que relata una época inexistente.
Indignación ante tanto cinismo no de aquellos que siempre han defendido sus intereses de clase, su derecho a quedarse con la mayor parte de la renta y a ser los dueños del lenguaje; no, indignación con aquellos que responden a lo acontecido a lo largo de estos últimos años con un brutal ninguneo de lo que efectivamente movió a la emergencia de una derecha belicosa, agresiva y destituyente, y que lo hacen en nombre de lo que no se hizo, mientras miran hacia otro lado cuando se les recuerda lo que sí se hizo. Nada importa, a sus ojos virginales, la política de derechos humanos, la profunda renovación de la Corte Suprema, el giro latinoamericano de la política exterior y el rechazo del ALCA, la transformación operada en las Fuerzas Armadas, la recomposición, después de décadas, de un mundo del trabajo que estaba en estado de extinción; nada interesa que se desencadene el peor de los conflictos cuando se intenta tocar la fabulosa renta agraria porque siempre dirán que todavía no se tocaron las otras rentas. Un eterno principismo que se metamorfosea en complicidad con los poderosos y que prefiere mirar para otro lado cuando se juega el rumbo del país por los próximos años. Indignación ante tanta retórica que termina por confluir con los peores intereses de una parte de la Argentina que siempre está lista para dar el zarpazo y recuperar la totalidad de su hegemonía política, económica y cultural.
¿Será posible salir de esta hora crepuscular? ¿Estará en condiciones el Gobierno de torcer el rumbo de una política que lo llevó a encallar no sólo por la eficacia de las acciones de sus contrincantes, sino también por su impericia al pilotear la nave? Estamos a la espera de un giro, pero no lo hacemos desde la distancia y la displicencia biempensante, lo hacemos desde la convicción nacida de la donación de momentos inesperados e inimaginados en el interior de un país impiadoso; de pequeños actos de reparación, de fugaces luminosidades en medio de la noche neoliberal, de la recuperación de olvidadas fraternidades nacidas en el calor del conflicto; pero también lo esperamos, ese giro tal vez imposible pero imprescindible, desde la certeza benjaminiana que nos decía que “sólo por amor a los desesperados conservamos todavía la esperanza”.
* Doctor en Filosofía, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA)