No hace mucho tiempo, en el ámbito del fútbol convivían un millar de habitantes, es decir, una mínima parte de hombres y mujeres periodistas, y una gran mayoría de jugadores de fútbol, es decir simplemente, jugadores de fútbol. Los primeros disponían de la palabra, los segundos la tomaban prestada. En las canchas de fútbol mediaba el micrófono entre el hincha y el jugador, la palabra tenía dueño, al igual que las imágenes. Era perfecto, la edad de Oro del periodismo deportivo. Unos hablaban y los otros jugaban, unos poseían el micrófono -arma mortal que funciona como un hierro caliente-, y los otros callaban para ser cicatrizados por la T y la C de dicho instrumento. La marca se llevaba para no ir al matadero. Unos gritaban “¡Libertad de prensa!” “¡El canal de la familia!”, y los otros repetían “¡…tad de …ensa!, “¡…nal de …filia!”
Eso se acabó, las bocas se abrieron solas, las voces negras y cabecitas se sublevaron en un grito de dignidad. “¡libertad de empresa!”, “¡que la sigan mamando!”. Inmediatamente algunos periodistas no entendieron lo sucedido: “¿qué, hablan?”, “¿Qué groseros?”. La mordaza impuesta por el hierro caliente ya no presionaba con el dolor, y la respuesta fue la objeción. El jugador de fútbol dejó de ser objeto de discurso para convertirse en sujeto de discurso, y el periodismo deportivo comenzó a ser el objeto de conocimiento de los irrespetuosos de pantalones cortos. “¿Qué decadencia la nuestra –dice un periodista-, no sabemos responder a los ignorantes de la pelota?”.
La rebeldía del futbolista se ha convertido en solidaridad, en reconocimiento mutuo frente al micrófono torturador y canalla. Las camisetas transpiradas tienen más peso que el traje y el maquillaje de los estudios de televisión, las caras sucias responden sin miedo, interpelando sin piedad a su objeto. El periodista dejo de ser el dueño de la palabra, porque quedó meramente en la palabra. El jugador es palabra y juego, conocimiento y acción, pausa y pegada. El condenado es el periodista deportivo, que sin el monopolio mediático, cunde la dominación entre el barro del potrero, y el tablón de las tribunas.
(Gracias a Sartre, por el prefacio a Fanon de “Los condenados de la tierra”)